–Cocinero cocineroooooooooooooooooooooooo enciende bien la candelaaaaaaaaaaaaaa…
Vicente llevaba viviendo conmigo desde el pasado verano, y gracias a mi tozudez y a la intervención divina, parecía que había dejado esa afición suya de vivir de las carteras que se pegaban a sus dedos como los chicles a las suelas de los zapatos. Incluso había engordado un poco y ya no parecía un Cristo después de una visita por el Pilatos Gólgota Park. De vez en cuando le salía alguna chapucilla como albañil, y eso le daba la suficiente autoestima como para no sentirse un invasor en casa, colaborando con parte de los gastos y ocupándose de las tareas domésticas.
Para los Reyes ya le tenía apartados una cofia y un delantal. No quería cogerle ni un euro, que para eso fui yo quien le hizo mudarse a casa, pero en un Campeonato Mundial de Cabezones, el Dedos sería descalificado por sobredosis de pormishuevostonina.
–Vicente, ¿te gusta cantar?
–Claro– respondió desde la cocina.
–Pues aprende, cabrón, y como ese desayuno no sea digno de un marajá, prepárate a correr como no lo has hecho nunca delante de la Guardia Civil.
La carcajada de Vicente resonó por todo el piso, mezclado con el ruido del papel en el que venían envueltos los churros, todo aceite y calorías.
–Venga, levántate ya y ven a reponer fuerzas, Follarín de los Bosques.
Era evidente que el Dedos no sabía nada de la pequeña y amistosa conversación-monólogoconcurso- de-preguntas de la pasada madrugada. A los cinco minutos de sentarnos frente al desayuno, ya lo había puesto al corriente de todo; se lo fui contando entre churro y churro, mientras los mojaba en el café caliente. Vicente asentía mientras escuchaba la narración de lo sucedido la noche anterior, sin hacerme preguntas ni interrumpirme en ninguna ocasión, concentrado en mis palabras, con la misma expresión en sus ojos celestes que cuando se quedaba vigilando el bolsillo de un turista harto de cervezas.
–… y se fue pegando un portazo de mil pares de cojones, que no sé cómo has podido abrir la puerta esta mañana.
–Ya.
–¿Ya? ¿Cómo que ya?
–Juan, leches, ¿qué esperabas?
Adiós. Esto si que me dejaba con las patas colgando; podía haberme imaginado cualquier reacción por parte del Dedos, desde el cachondeo puro y duro hasta un No Pasa Nada, Ya Se Le Pasará, pero sus palabras me habían dejado aún más despistado que el rapapolvos de Nieves.
¿Cómo que qué esperaba? ¿Es que había algo que esperar? ¿Se estaban poniendo todas las personas que me rodeaban de acuerdo para inflarme a collejas?
–Vamos a ver, Juanillo. Mírate, tienes treinta y cuatro años pegados al culo, sin curro, y llevas ocho meses saliendo con ella; yo creo que ya es hora de que empieces a pensar un poco en ti y en Nieves también.
–¿Pero qué es lo que tengo que pensar? Lo del curro, bueno, ya me saldrá algo, de todas maneras no estamos para mendigar, ¿no?, y sobre ella, pues estamos muy bien, nos llevamos genial, y los fines de semana venimos aquí y…
–Claaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaro, claaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaro, y como tú eres el puto centro del Universo, pues nada, mientras tú estés bien, a los demás que les den, ¿no?
Joder, lo que me faltaba, Vicente echándome la bronca. Tenía que haberme quedado en la cama tres o cuatro meses más, a ver si para la primavera las cosas se habían arreglado y el resto del mundo había dejado de escupirme mis miserias a la cara.
–Yo no soy el centro de nada, Vicente.
–Juan, tío, ¿no ves que la chavala está por ti? ¿No te das cuenta de que quiere algo un poquito más serio que veros, salir al cine y echar unos polvos?
–¿Más serio? ¿Qué es eso de más serio? ¿Qué es lo que quiere, que nos casemos o qué?
–Ay señor, tan listo para los números y tan torpe para lo demás.– Se levantó de su silla y empezó a recoger los platos del desayuno.
–Vicente, pero…
–Coño, espabila –me dijo mientras me señalaba con la punta de la barbilla–, que ya no eres un chaval, y te da todo lo mismo. Que si no estuviera yo por aquí, habría días que no comerías, por no levantar el puto culo de la silla.
–Pero es que…
–Ni es que ni hostias. Y no buscas un trabajo de lo que sea, y te quedas esperando a ver si te llaman para dar clases en alguna academia, y si no llaman pues nada, a tocarnos los huevos en el sofá.
–Vicente, yo no… –La cosa estaba pasando de charla con suave recriminación a bronca modelo Te Quedas Sin Tele Y Sin Salir A La Calle Una Semana. Ya me estaba aguantando demasiado, así que era el momento de ponerme en pie y…
–Tú te quedas ahí quietecito y aguantas el chaparrón, como que me llamo Vicente Hipólito Manuel. –Y empujando mis hombros hacia abajo, volvió a dejarme el culo pegado al asiento. Me quedé helado, con los ojos como si me los hubieran abierto con un gato hidráulico.
El Dedos y yo jamás nos habíamos peleado, quitando las tonterías de chiquillos, me hiciste trampas jugando a los cromos, ese trompo es el mío, el tuyo es aquel que está rajado por la mitad. Pero lo de esta mañana estaba pasando de castaño a Negro Túnel De Noche.
–Sí, te quedas ahí, esperando, no porque seas un flojo, que no te estoy diciendo eso, sólo que, como siempre te ha salido bien, pues ahí te quedas, a ver si las cosas se apañan solas. Y si no te llaman para currar, pues ahí están los cuatro duros que tienes ahorrados, y cuando se acaben mamá vendrá y te llenará el frigorífico, y si no pues Vicente, que ponga un poquito de su parte.
–Pe…
–Y no es que me importe traer dinero a casa, te lo juro por mi padre que en gloria esté, pero es que me da tanta mala leche verte así, jodiéndote la vida a ti mismo, que me dan ganas de yo que sé. Y como tienes la puta suerte de cara, pues siempre te sales con la tuya, pero ¿qué pasará el día que la suerte te dé la espalda? ¿Y si yo me voy? ¿Y el día que falte tu madre? ¿Qué? ¿Qué?
–¿Irte? ¿Te vas?– Sí, a cada segundo que pasaba tenía más claro que estaba viviendo un ensayo casero del Armaggedon.
–No, no he dicho que me vaya a ir, vamos, al menos de momento, pero no sé, tío, me gustaría coger y buscarme un alquiler baratito, retirar a la Toñi de la calle, que las cosas están cada vez más chungas, y… qué coño, que quiero vivir con ella y ver si podemos hacer un buen caldo juntos.
–¿Tú, a vivir con Toñi, a una casita para los dos? Sí, claro, y los domingos al campo a hacer una paellita y…
–¿No era eso lo que querías? ¿No se te metió en los huevos que dejara la calle y me convirtiera en un tío formal? ¿Qué pasa, que ahora que soy yo el que quiere justamente eso, al señorito no le hace gracia?– Los ojos le relampagueaban como rayos de una tormenta seca en medio del verano. Tenía el paño de cocina cogido por un extremo y lo agitaba arriba y abajo, convertido en un director de orquesta enloquecido en medio de un ataque epiléptico.
–Vicente, vamos a dejarlo ahí, que los dos estamos diciendo cosas que no queremos decir. Mejor me voy y lo hablamos luego, ¿vale?
–Sí, eso, vete, escurre el bulto, deja que pase el tiempo, las cosas ya se arreglarán…
Cuando cerré la puerta a mis espaldas, aún le oía maldecir y jurar en hebreo. No me daba miedo a discutir con él; lo que realmente me helaba la sangre era volver y encontrarme el hueco dejado por su ausencia.